viernes, 17 de abril de 2009

SABÍA LO QUE TENÍA QUE BUSCAR (I-II-III-IV-V-VI-VII)

I

Apacible situó el vaso sobre la repisa, a la espera de que el líquido elemento se enfriara, para poder tomarlo.

El desasosiego se había impuesto, impidiéndole seguir en la tarea que durante horas le ocupara.

Tenía en sus manos un manuscrito amarillento, rescatado del polvoriento suelo de aquella casa que estaba a punto de ser derruida.

Se contaba que hacía tiempo había sido habitada por una familia compuesta por nueve miembros.

En una de las salas, de la Residencia de ancianos, había conocido a una anciana silenciosa y longeva, que siempre miraba a través de una de las ventanas del largo pasillo, hacía esa casa.

Al principio, cuando empezó a hacerse cargo de las tareas que le asignaron, a penas apreció esa presencia. Fue tras idas y venidas por ese pasillo, que empezó a percibir algo extraño. Esa mirada la traspasaba. Se dio cuenta de que no importaba que hubiera movimiento o quietud. La anciana siempre estaba con su mirada fijada en ese punto, con una expresión, en el rostro, difícil de interpretar.

Una vez le pidieron que la acompañara a su habitación para que se acostara. No era su tarea, pero aquel día le habían solicitado que cambiara su turno con una compañera. No le iba bien el de la noche, pero no queriendo parecer inflexible aceptó el cambio, no sin dejar claro que sería una excepción. Rechazaba esos turnos porque temía regresar a horas en que las calles vacías le hacían temer y sentirse en peligro. No era una zona en la que se hubiera dado ningún situación de alarma, pero no muy lejos de allí ya se había advertido de la presencia de seres extraños que transitaban a altas horas de la noche.

Aquella noche, cuando regresaba a su casa, intentando pasar por las calles más transitadas, su pensamiento no paraba de darle vueltas alrededor de una idea, ir a aquella casa que parecía ser la respuesta a esa enigmática mirada de la anciana.

Aunque la mujer se había dejado conducir por ella como si no la extrañara, supo que sus pensamientos le hablaban. Era una sensación que le hizo recordar momentos de su niñez. Esas comunicaciones sin palabras con la menor de sus hermanas.

Era un lenguaje no textualizado que le indicaba la ruta a seguir. Eso lo supo mientras estuvo preparándose para acostarse.

Después de valorar la importancia de ese mensaje tomó la decisión de acercarse a aquella casa uno de esos días. Posiblemente podría ir la semana siguiente.

Así lo hizo. Cuando hubo llegado se encontró con que estaban preparándose para echar a bajo un edificio que estaba a punto de caerse.

Un impulso incontenido la llevo a acercarse a la puerta principal. No dudo. Sabía lo que tenía que buscar.

 

II

Había dudado sobre lo que intuía, sin embargo fue mayor el impulso que tiró de ella.

No estaba segura de que ese era el objeto que debía encontrar. La duda se impuso, tras haber creído en la certeza. Dio un paso hacia atrás, pero un viento gélido se adentró en la casa, silbando una cacofonía extraña. Le pareció que unas voces la invitaban a entrar. Tembló ante la idea de estar ante espíritus, que venidos de ultratumba, la quisieran conducir por aquellos pasillos, que extrañamente cobraban dimensiones inusitadas. Hubiera jurado que la casa era mediana, y sin embargo, una vez dentro, le pareció una gran mansión. Estaba inmersa en estos pensamientos, cuando un remolino levantó una nube de polvo que se puso en movimiento marcándole el camino.

Tuvo claro cuales eran los signos y, aún con temor, siguió ese rastro sibilino.

Así fue como fue transportada a una habitación de grandes ventanales.

Cuando lo recordaba, repasando los contornos de la casa, no conseguía ubicarla.

Esa fue una de las incógnitas que la mantendrían inquieta durante largos días.

En sueños reconstruía lo que pudo ser aquella mansión en otros tiempos.

Cuando, al despertar los recordaba, trazaba croquis sobre hojas que después dejaba escampadas por el suelo.

Le absorbían tanto estas investigaciones, que dejo de asistir a su trabajo. Las llamadas por teléfono se fueron distanciando hasta que un buen día dejaron de sentirse.

A penas mantenía los mínimos de subsistencia, saliendo a alguno de esos locales que están veinticuatro horas abiertos, para adquirir, a altas horas de la noche, lo básico y poder tomar algún refrigerio.

Aquellos miedos a las calles oscuras y deshabitadas se habían trocado y convertido en los lugares que ella frecuentaba.

Empezó a moverse como una sombra más, sin que nadie se apercibiera de su presencia.

Los sueños y las lecturas de aquel libro que había rescatado estaban haciendo de ella un nuevo ser.

No se percataba de la transformación que estaba teniendo lugar, pero si alguien hubiera sido testigo diría que ella había desaparecido.

Dado que siempre había rechazado los espejos, no podía darse cuenta de que su cara era el puro reflejo de la de aquella anciana que en la Residencia se había comunicado con ella telepáticamente y que de esa manera le había instruido para que fuera en busca de aquel manuscrito.

 

III

Aquellos días, en la Residencia de ancianos habían desaparecido algunos de ellos.

Cuidadores y cuidadoras ocultaban los hechos porque no había parientes que los reclamasen, pero quienes gestionaban el centro empezaban a hacerse preguntas sobre ciertas casualidades.

Una determinada mañana apareció, en la cama de una de las ancianas, una de las mujeres jóvenes que tenía a su cargo ese servicio.

Lo curioso del caso fue que ella se comportó, desde el principio, como huésped y no como trabajadora, yendo junto a los otros ancianos y ancianas.

A la hora del desayuno, se situaba en la silla que correspondería a la anciana desaparecida y tomaba aquellas cosas que la misma solía tomar.

Sus pautas de comportamiento eran similares a las de los otros residentes.

Nunca respondía al requerimiento que se le pudiera hacer sobre tal o cual tarea que supuestamente tuviera pendiente.

Era como si no fuera con ella.

Dado su comportamiento y la incomunicación, habían decidido telefonear a su domicilio, creyendo que algún familiar podría hacerse cargo de la situación. Tras intentos fallidos, habían desistido.

No se les ocurrió hacer trámites con ningún estamento social o policial, temiendo que las investigaciones, sobre la desaparecida anciana, les pudieran llevar a ser expedientados por negligencia, poniendo en riesgo la continuidad en la gestión de la institución.

Así fue como llegaron a una situación insostenible, pero eso es adelantar acontecimientos.

Aquella institución estaba bajo la tutela de la Comunidad local. Quienes se hacían cargo de su gestión habían conseguido la plaza en un proceso de concurso público, presentando un proyecto que debía ser aprobado y revisado cada tres años.

Llevaban dos años y medio y temían que este escándalo arruinara su continuidad.

Lote, la que encabezaba un equipo de cuatro, era quien residía en un edificio adosado al edificio principal.

Convocó al resto y se reunieron en su casa.

Camila, una anciana perspicaz advirtió las idas y venidas de unos y otros. Salió al jardín y acercándose a la ventana del salón de té de Lote se sentó sobre la húmeda hierba poniendo uno de sus muchos pañuelos sobre ésta.

Desconcertada escuchó las discusiones de aquellos que habían entrado a hurtadillas, disimulando un encuentro que a ella no se le escapaba era de suma trascendencia.

Para la anciana las cosas no estaban claras. Empezó a dudar de la cordura de quienes se suponía debían responder por ella. A quien se le podía ocurrir tal aberración, la cuidadora que decían se estaba comportando como residente no era tal. Ella bien sabía que Merk, la supuesta desaparecida, había estado con ella, hacía un rato, mirando cómo entraban los niños a la escuela próxima. Era la alegría de todas las mañanas, ver llegar aquellas sonrosadas criaturas y sentir sus vocecitas como si gorjearan como pajarillos.

Nunca se perdían ese momento del día, Merk y ella solían mirarse, diciéndoselo todo con una sonrisa. Cómo podían decir que su amiga había desaparecido. La cuidadora, seguramente habría cogido otro trabajo que le fuera más beneficioso y les habría plantado sin más. Ya se sabía que quienes entraban a trabajar no solían durar, pero aquella de la que despotricaban no era, precisamente, de las que abandonan. Eso era extraño, puesto que recordaba como aquella muchacha era la única capaz de, sin apenas manifestarlo, ser amable con todos ellos. No era de las charlatanas, aquellas que cacarean creyendo que ser anciano es ser disminuido mental. Ella te miraba a los ojos y te trataba como a igual. Posiblemente sería alguna indisposición. Eso no se iba a quedar así. Decidió ir en busca de unos cuantos, los de más confianza, para localizarla.  

 

IV

Aquella mañana, Mariona, se levantó inusualmente temprano. Cuando sonó el despertador lo apagó de un manotazo, pero hubo otro aviso venido de otro rincón de la casa.

Tenía un sistema para esas ocasiones. Solía dejar un segundo despertador, el que más molestaba con su soniquete machacón, en el salón.

Así fue como consiguió despegarse de las sábanas.

Desperezándose y metiendo sus pies en las zapatillas, salió arrastrando los pies sobre el entarimado suelo, y tanteando las paredes entreabría los ojos guiñándolos, buscando adaptarse al impacto de la luz que procedía de los ventanales del salón. Cuando alcanzó el despertador lo lanzó por los aires de un manotazo.

-Sólo se me ocurre a mí ponerlo tan temprano – Se recriminó, en voz alta.

Descorrió los visillos y miró como al otro lado había un mundo en movimiento.

Arrugando el entrecejo y con mohín serio, dejó tras de sí ese mundo que se divisaba al otro lado del cristal y se encaminó a la cocina para prepararse el café.

Buscó sus gafas y, entretanto se hacía el café, empezó a anotar en una libreta.

Tras las investigaciones que había hecho sobre sus sueños, había llegado a la certeza de que tenía que volver al lugar dónde ahora tan sólo quedaba un solar, tras el derrumbe y desescombro de la casa en que había encontrado aquel libro.

Curiosamente, todavía no lo había abierto. Ni siquiera se le había ocurrido ojearlo.

Ahora pensaba en ello sin acabar de entender en que se le podía haber ido el tiempo.

Tomó una taza y la llenó de un café que inundó sus sentidos.

-¡Qué delicia! – Pensó, esto es lo mejor de la mañana.

Después de ducharse y vestirse cogió: su cámara, unos guantes y una bolsa de plástico.

Metiendo esas cosas en su bolso, rebuscó las llaves que al fin consiguió localizar.

Era una costumbre que siempre repetía. Si al cabo de un rato se le hubiera preguntado al respecto, seguramente hubiera dudado si realmente tenía sus llaves en el bolsillo delantero del bolso. Era de esas cosas que haces sin saber a ciencia cierta que las haces y por qué las haces.

Transitó la puerta, que estaba cerrada sólo con pestillo, y la dejó ir, escuchando el golpe que hacía al cerrarse.

Únicamente usaba la llave para acceder a su vivienda. Recordaba aquellos tiempos en que sólo se cerraban las puertas en la noche. No le gustaba sentirse encerrada.

Durante unos años había vivido en una casa antigua, de cinco vecinos. En el piso más alto. Se había dado el gusto de tener la puerta entreabierta, pudiendo permanecer en la escalera con su té y leyendo una de las muchas historias de las que en ese tiempo decían de novela gótica.

A ella, esas historias, le hacían revivir. Muchas veces pensó que lo que valía la pena de vivir era el gusto de poder escuchar música y tener en sus manos joyas como aquellas.

Desde niña había sentido predilección por aquellas historias que la llevaban por los entresijos de la mente.

Leía a dos velocidades. Cuando el narrador se entretenía en descripciones, ella iba pensando paralelamente en aspectos que le habían quedado colgados en el alma. Si ese libro no era nuevo, que solía ser casi siempre, porque o era de una Biblioteca o lo había adquirido en una de esas tiendas que solía visitar de tarde en tarde, mientras iba recorriendo los renglones preciosistas se iba imaginando los dedos que habían estado en contacto con esas tapas que ella sostenía. De forma inasible había recibido sensaciones y pensamientos que la transportaban.

Como solía tener una serie de cojines, escampados por el descansillo de su puerta, a veces se adormecía y en ese estado de duermevela recorría caminos que hubieran sido considerados sueños.

Tras los años, cuando recordaba una de esas lecturas solía rememorar esas otras informaciones que en otro tiempo habían pasado de largo.

Ahora recordaba que esos pasos que le llevaban a la calle con el bolso sobre el hombro eran algo que sabía y que no era un ‘dejà vu’, era el recuerdo de aquello que ahora reconocía se había adelantado. En ese momento pensó en Merk y la vio ante sí, acompañada por otra anciana que tomándola del brazo la llevaba por las calles de la ciudad.

 

V

Camila había permanecido nerviosa, escuchando como Lote hablaba de Merk.

-Lo primero que vamos a hacer es separarla del resto de residentes – Había dicho, golpeando la mesa de roble, con una mano presidida por un anillo de grandes dimensiones.

La anciana no pudo escuchar más, su corazón se aceleró de tal manera que casi le llevó a peores consecuencias. Bien se le valió que, ante el sofoco, se puso la pastillita de marras, la que siempre llevaba en esa cajita dorada, con forma de corazón, en uno de los bolsillos de su chaqueta de lana, aquella que había tejido en el balcón de su casa. Sus pensamientos la transportaron a ese momento en que las agujas tejían el comienzo de ese bolsillo y una lágrima se deslizó por su mejilla.

Cuando hubo recobrado el sosiego, se incorporó ágilmente y salió en busca de su amiga.

No había tiempo que perder. Tenían que marchar de ese lugar. Bastaría con coger sus medicinas y papeles. Sabía que para ese viaje no hacía falta equipaje. Esta certeza le pareció la cosa más natural del mundo. No se preguntó sobre que camino tomar. Algo le decía que sus pasos la llevarían allí dónde debía.

Cuando llegó junto a Merk, la encontró esperándola.

Salieron sin hacer ningún tipo de aspaviento. Nadie vio a esas dos personas atravesando la puerta principal.

Quienes formaban parte del grupo de residentes ni siquiera podían darse cuenta, inmersos como estaban en su mundo de añoranzas, y quienes no lo eran veían a una cuidadora que llevaba a una anciana pensando que la debería llevar a alguna consulta rutinaria.

Así fue como, tras pasar cuatro travesías, Merk y Camila se encontraron con Mariona.

 

VI

Pasarían horas hasta que alguien se percatara de la ausencia de las dos residentes.

En los comedores, aquel día, se cuchicheaba. Los ancianos y ancianas se miraban dibujando una sonrisa que hubiera sorprendido a cualquier observador, no así a cuidadores y cuidadoras que se movían sin percatarse de que estaban entre personas.

Fue Lote, al entrar a grandes zancadas, la que puso el grito en el cielo al descubrir el hueco que dejaban las dos sillas vacía.

Sin esperar a que los otros buscaran se encaminó a los aseos de mujeres. Ellas tenían costumbre de ir juntas. Era una manía de las residentes, nunca iba una sola.

No encontró a nadie y empezó a dar órdenes a todo el mundo ordenándoles que buscaran por todos los rincones, incluso por el jardín. Ya se sabía que las personas mayores tenían sus chaladuras y era posible que aquellas dos se hubieran quedado encandiladas con cualquier tontería.

De pronto se le ocurrió que Mariona se podía haber burlado de todos ellos. Era posible que esa cuidadora hubiera jugado a hacerse pasar por alguien ido y tuviera a las dos ancianas con ella.

Enrojeció de rabia y tomando sus cosas de un tirón, salió atropellando a una cuidadora que llevaba a un anciano en una silla de ruedas, haciendo que cayeran al suelo los dos.

Cuando salió dejó tras de sí un absoluto caos. Quienes quedaron se miraron sin dar crédito a lo que estaba pasando, pero al cabo de un rato todo volvió a la normalidad.

Tras la comida, unos quedaron acomodados en sus cómodos silloncitos, y otros se fueron a sus respectivas habitaciones para estirarse un rato.

El ronroneo de un televisor encendido acompasaba los ronquidos de todos ellos.

Lote, mientras se sentaba, tomó del bolso una gruesa agenda y dejándola en el asiento de al lado puso el coche en marcha. Rápidamente emprendió camino por la larga avenida que le llevaría a una encrucijada en la que tres personas se estaban saludando.

A lo lejos divisó las dos ancianas y la cuidadora, pero algo la retuvo. Prefirió reducir la marcha y seguirlas. Quería saber a dónde le conducirían.

Algo extraño se cruzó por su mente. Captó lo que más tarde sería patente. Una sombra, que aparentemente correspondía a la de un árbol, tomaba formas extrañas, alargándose hasta fundirse con la que proyectaban, sobre el suelo, las tres mujeres.

 

VII

Aquellas tres mujeres no parecían arrancar nunca. Lote se impacientaba esperando que tomaran algún rumbo, quería organizar meticulosamente el lento seguimiento que pensaba llevar a cabo.

Inadvertidamente su mente empezó a vagar por rincones abandonados de su mente. Recordó su infancia, viéndose en los brazos de su abuela Jana. Le vino ese olor característico que sólo la abuela tenía. El espliego que ponía en los armarios pasaba a perfumar las sábanas y ropas blancas que tan bien le había visto ordenar. Hubiera querido ser como ella. Cuando despertaba, al amanecer, cuando apuntaba el sol, empezaba un ritual de aseo que ella siempre había mirado disimuladamente por temor a ser recriminada.

Sólo cuando estaba vestida y peinada y había encendido el fuego del hogar, la abuela le llamaba moviéndola con brusquedad. Ella disimulaba quejándose, pero ese contacto le pareció siempre la más cálida de las caricias. Su madre, una mujer enfermiza, huía de su contacto. No podía recordar a su madre ocupada en otra tarea que no fuera la de remendar tejidos desgarrados por las faenas y trabajos.

Tenía dos hermanos varones, pero mucho más mayores, tanto que a penas podía considerar su relación fraternal más allá que la del mero saberse formando parte de un mismo núcleo familiar.

Jana siempre la llevaba consigo, diciendo que debía aprender aquellas cosas que harían de ella una mujer de provecho. Admiraba de ella su carácter. Su abuela no se doblegaba ante nada ni nadie. Caminaba a su lado con orgullo y actitud altiva, considerando que la mujer más maravillosa del mundo era suya.

Cuando murió, se acercó y la abrazó con fuerza queriéndola levantar. La tuvieron que separar entre cuatro, tirando cada uno de una de sus extremidades. Gritaba y pataleaba.

Recordaría siempre lo gélido y rígido de aquel contacto. Su olfato se quejó al no encontrar ese olor que siempre caracterizó a su abuela.

Ahora, con las manos en el volante se preguntaba sobre aspectos que nunca había considerado.

Miró a las tres mujeres que parecía empezaban a moverse, poniendo la mano derecha sobre la llave de contacto y pisando con suavidad el acelerador.

Una sombra de empatía pasó por su frente, pero no duro apenas un segundo. No era una blanda. Eso era un negocio y esa mema le estaba haciendo perder un tiempo precioso. Apretó las uñas sobre el cuero del volante, rompiéndose la del dedo medio. Aunque se hizo daño no se quejó y siguió, crispada, poniendo la cuarta marcha. Ese coche no tenía dirección asistida, ni ninguna de las lindezas que pregonaban en las vallas publicitarias. Su sueldo no daba para esas cosas. Hacía tiempo que había conseguido ese vehículo en una feria de ocasión. Tampoco le era muy necesario, viviendo en el mismo lugar de trabajo y con el transporte especial para traer y llevar a las personas dependientes tenía el servicio cubierto. Sólo lo utilizaba para acercarse a la ciudad muy de tarde en tarde.

A ella no le gustaba verse en el lugar de nadie. En ese momento se vio en una silla de ruedas. No entendía a que venían semejantes pensamientos. Un sudor frío le bajó por el esquinazo y un temblor incontrolado provocó que se saliera de su carril, dándose de frente con una señal de tráfico. Inmediatamente se armó un alboroto tal que hizo que acudieran personas de todas partes impidiéndole seguir a las tres mujeres que seguían lentamente sin apercibirse de lo que ocurría a sus espaldas. 

Safe Creative #0901092383142

Lo aquí expuesto está posteado en otro blog.

http://www.librodearena.com/blog/busqueda/2688